Declaración de Fe

Exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos. Judas 3

Posición Doctrinal

Preámbulo

Los miembros de la junta de síndicos, administradores y miembros de la facultad del Seminario Teológico Union Cristiana (STUC), reconocen que cualquier declaración doctrinal no es más que un intento humano falible de resumir y sistematizar las riquezas de una revelación divina infalible. Pero esto de ninguna manera resta valor a tal afirmación. Las afirmaciones que siguen, cuidadosamente especifican nuestra posición de enseñanza con respecto a las principales doctrinas bíblicas, y así proporcionan un marco para el currículo y la instrucción en el seminario. También proporcionan un ancla para proteger a la institución contra la deriva teológica. Por esta razón, los miembros de la junta de síndicos, la administración y los miembros de la facultad deben firmar anualmente una declaración que confirme su acuerdo con esta Declaración de Fe.

Compromisos Doctrinales Esenciales (para estudiantes)

Aunque nuestra facultad y junta afirman su tratado con la declaración de fe anualmente, los estudiantes solamente necesitan estar de acuerdo con estos siete principales:

  1. La Trinidad
  2. La Completa Divinidad y Humanidad de Cristo
  3. La Perdición Espiritual de la Raza Humana
  4. La Expiación Sustantiva y Resurrección Corporal de Cristo
  5. La Salvación Solamente por Medio de la Fe en Cristo
  6. El Regreso Físico de Cristo
  7. La Autoridad e Infalibilidad de la Escritura

Declaración Doctrinal Completa (Para el Cuerpo Docente y la Junta de Seminario)

Creemos que “toda la Escritura es inspirada por Dios”, es decir, la Biblia es plenamente inspirada en el sentido de que ha sido escrita por santos hombres de Dios “impulsados por el Espíritu Santo.” Creemos que esta inspiración divina es plenaria en todas las partes que conforman la Escritura—libros históricos, poéticos, doctrinales y proféticos—tal y como aparecen en los manuscritos originales. Por tanto, creemos que la Biblia entera, en los manuscritos originales, es inerrante. Creemos que toda las Escrituras se centran en la Persona del Señor Jesucristo y Su obra proclamada en Su primera y segunda venida. Por tanto, ninguna porción de las Escrituras, incluido el Antiguo Testamento, se puede entender o leer correctamente si no nos guían a Jesucristo. De igual manera, creemos que todas las Escrituras fueron designadas para nuestra instrucción práctica. (Mc 12:26, 36; 13:11; Lc 24:27, 44; Jn 5:39; Hch 1:16; 17:2-3; 18:28; 26:22-23; 28:23; Rom 15:4; 1 Cor 2:13; 10:11; 2 Tim 3:16; 2 Pe 1:21).

Creemos que Dios existe eternamente en tres personas—el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo—y que éstos son Dios, teniendo exactamente la misma naturaleza, los mismos atributos, las mismas perfecciones de la deidad y que son igualmente dignos de toda adoración, confianza, y obediencia. (Mt 28:18-19; Mc 12:29; Jn 1:14; Hch 5:3-4; 2 Cor 13:14; Heb 1:1-3; Ap 1:4-6).

Creemos que Dios creó una innumerable compañía de seres espirituales y libres de pecado conocidos como ángeles. Uno de estos ángeles, que tenía el más alto rango entre ellos y cuyo nombre es “Lucero, hijo de la mañana”, cometió el pecado del orgullo convirtiéndose así en Satanás. Un gran séquito de ángeles siguieron a Satanás en su caída moral convirtiéndose en demonios; éstos están activos como sus agentes y asociados cuyo propósito es lograr los impíos objetivos de Satanás. De igual manera, otros ángeles caídos están “retenidos y encadenados eternamente en la oscuridad hasta el gran día del juicio final” (Is 14:12-17; Ez 28:11-19; 1 Tim 3:6; 2 Pe 2:4; Jud 6)

Creemos que Satanás es el creador del pecado, y que, con el permiso de Dios, sutilmente guió a nuestros primeros padres hacia la transgresión logrando así su caída moral además de sujetarlos a ellos y, a sus descendientes, a su dominio. Satanás es el enemigo de Dios y de Su pueblo oponiéndose y exaltándose a sí mismo sobre todo lo concerniente a Dios y a Su adoración. Él dijo en el principio “Seré semejante al Altísimo”; y, se manifiesta como ángel de luz en su guerra, corrompiendo la obra de Dios por medio de la promoción de movimientos religiosos y sistemas doctrinales que se caracterizan por el rechazo de la suficiencia de la sangre de Cristo y de la salvación únicamente por la Gracia (Gén 3:1-19; Rom 5:12-14; 2 Cor 4:3-4; 11:13-15; Ef 6:10-12; 2 Tes 2:4; 1 Tim 4:1-3). Creemos que Satanás fue juzgado en la cruz, aunque no fue ejecutado, y que él, un usurpador, ahora reina como el “dios de este mundo.” En la Segunda venida de Cristo, Satanás será atado y echado a los abismos por un período de mil años; después de estos mil años será liberado por un corto período de tiempo y, finalmente, “será arrojado al lago de fuego y azufre” donde “será atormentado día y noche por los siglos de los siglos” (Col 2:15; Ap 20:1-3, 10). Creemos que un gran número de ángeles no caídos¬—que retuvieron su estado santo—están delante del trono de Dios desde el cual son enviados como espíritus ministradores para auxiliar a los herederos de la salvación (Lc 15:10; Ef 1:21; Heb1:14; Ap 7:12). Creemos que el hombre fue creado inferior a los ángeles; y que, en Su Encarnación, Cristo se autolimitó temporalmente en forma de hombre para elevar al creyente hacia Su propia esfera la cual es superior a los ángeles (Heb 2:6-10).

Creemos que, en el principio, el hombre y la mujer fueron creados a imagen y semejanza de Dios; y, que el ser humano pecó trayendo como consecuencia su muerte espiritual y física a causa de sus transgresiones y pecados, quedando sujeto al poder del diablo. De igual manera, creemos que esta muerte espiritual, o depravación total de la naturaleza humana, ha sido transmitida a toda la raza humana con excepción de Jesucristo Hombre. Por tanto, todo descendiente de Adán nacido en este mundo no posee rastro de vida eterna y es esencialmente malo sin posibilidad de cambiar fuera de la Gracia de Dios (Gén 1:26; 2:17; 6:5; Sal 14:1-3; 51:5; Jer 17:9, Jn 3:6; 5:40: 6:35; Rom 3:10-19; 8:6-7; Ef 2:1-3; 1 Tim 5:6; 1 Jn 3:8).

Creemos que las dispensaciones son administraciones por las cuales Dios dirige Su propósito en la Tierra por medio del ser humano que ejercita diferentes responsabilidades. Creemos que los cambios, en la relación entre Dios y el ser humano en las dispensaciones, dependen de los cambios de condiciones o situaciones en las cuales el ser humano ha encontrado de manera sucesiva a Dios. Estos cambios son el resultado de los fracasos del ser humano y de los juicios de Dios. Creemos que el registro bíblico manifiesta distintivamente las diferentes dispensaciones administradas en la historia del ser humano; y que, cada una de ellas, termina con el fracaso del ser humano que ha sido probado y el consecuente juicio de Dios. Creemos que, tres de estas dispensaciones o decretos de vida, son el objeto de una amplia revelación en las Escrituras concretamente la dispensación de la Ley Mosaica, la presente dispensación de la Gracia, y la futura dispensación del Reino en el Milenio. Estas dispensaciones son distintas e inconfundibles sin posibilidad de solaparse (o entremezclarse) porque han sucedido cronológicamente de manera sucesiva.

Creemos que las dispensaciones no son caminos para la salvación ni diferentes métodos de administrar el llamado Pacto de la Gracia. Las dispensaciones no son en sí mismas dependientes de la afiliación a un pacto sino que son estilos de vida y de responsabilidad hacia Dios, el cual, prueba la sumisión del ser humano a Su Voluntad durante un período determinado. Creemos que si el ser humano confía plenamente en sus propios esfuerzos para ganar el favor de Dios o su salvación, en cualquiera de las dispensaciones, sufrirá inevitablemente condenación, ya que, por su pecado inherente (o propio pecado) el ser humano es incapaz de satisfacer los justos requerimientos de Dios. Creemos que de acuerdo a la “voluntad eterna de Dios” (Ef 3:11) y a su divino dictamen la salvación es siempre “por gracia por medio de la fe” y está fundada en la sangre derramada de Cristo. Creemos que Dios ha sido siempre misericordioso en todas las dispensaciones; sin embargo, el ser humano no siempre ha estado bajo la dispensación de la gracia como sí ocurre en la presente dispensación (1 Cor 9:17; Ef 3:2; 3:9; Col 1:25; 1 Tim. 1:4).

Creemos que la verdad revelada se fundamenta en que “sin fe es imposible agradar” a Dios; y, que este principio de la fe, fue el predominante en las vidas de todos los santos en el Antiguo Testamento. Sin embargo, creemos que es históricamente imposible que Jesús Encarnado y Crucificado, el Cordero de Dios, fuese conscientemente el objeto directo de su fe (Jn 1:29) y que es evidente que no comprendían, como nosotros, los sacrificios que representaban la Persona y la obra de Cristo. Creemos que tampoco entendían el significado redentor de las profecías o tipos con respecto al sufrimiento de Cristo (1 Pe 1:10-12); entendemos que su fe en Dios se manifestaba de otras maneras, como se demuestra en el relato de Heb 11:1-40. Además, creemos que su fe manifestada les fue contada por justicia (Rom 4:3 con Gén 15:6; Rom 4:5-8; Heb 11:7).

Creemos que el eterno Hijo de Dios vino a este mundo para manifestarse al ser humano, cumplir las profecías, y ser el Redentor de este mundo perdido, tal y como había sido provisto y determinado por Dios además de anunciado en las profecías. Así, el Hijo de Dios nació de una virgen recibiendo un cuerpo humano y una naturaleza humana sin pecado (Lc 1:20-35; Jn 1:18; 3:16; Heb 4:15).

Creemos que, humanamente, Él era perfecto y permaneció sin pecado durante toda Su vida. De igual manera, Él nunca se despojó de Su Divinidad Absoluta siendo, al mismo tiempo, plena y verdaderamente hombre y plena y verdaderamente Dios. Durante su vida terrenal, El Hijo de Dios actuó algunas veces dentro de la esfera humana y otras veces dentro de la divina (Lc 2:40; Jn 1:1-2; Fil 2:5-8).

Creemos que, cumpliendo la profecía, Él se acercó primeramente a Israel como Su Rey Mesiánico. Una vez rechazado por la nación de Israel y, conforme al eterno consejo de Dios, Él entrego su vida en rescate por todos los seres humanos (Jn 1:11; Hch 2:22–24; 1 Tim 2:6).

Creemos que, por el amor infinito hacia los perdidos, Él voluntariamente aceptó la voluntad de Su Padre siendo la divina provisión del Cordero sacrificado que quitó el pecado del mundo, soportando los juicios santos de Dios en contra del pecado que la justicia de Dios ha de imponer. Por lo tanto, su muerte fue substitutiva en el sentido absoluto—el justo por el injusto—y expiatoria convirtiéndose así en el Salvador de los perdidos (Jn 1:29; Rom 3:25-26; 2 Cor 5:14; Heb 10:5-14; 1 Pe 3:18).

Creemos que, de acuerdo a las Escrituras, Él resucitó corporalmente de entre los muertos con un cuerpo glorificado aunque era el mismo que poseía cuando estaba vivo y luego en Su muerte. Su cuerpo resucitado es el modelo de cuerpo que, finalmente, todo creyente recibirá (Jn 20:20; Fil 3:20–21).

Creemos que, en Su ascensión, Él fue recibido por Su Padre y que, este recibimiento de Su Padre, nos asegura completamente que Su obra redentora fue perfectamente culminada (Heb 1:3).

Creemos que Él es la Cabeza de la Iglesia que es Su Cuerpo; y, Su ministerio es el de interceder y defender sin cesar a los salvos (Ef 1:22–23; Heb 7:25; 1 Jn 2:1).

Creemos que, debido a que el pecado causó la muerte universal, nadie puede entrar al reino de Dios si no es nacido de nuevo. No hay nada que pueda ayudar al pecador a entrar en el cielo ya sean grandes mejoras personales, logros morales, atractivos culturales, o algún tipo de bautismo u otras ordenanzas (o ceremonias) administradas. Solamente una nueva naturaleza impartida desde lo alto, la nueva vida implantada por el Espíritu Santo a través de la Palabra, es esencial para la salvación; y, así, los salvos pasan a ser hijos e hijas de Dios.

Creemos, también, que nuestra redención ha sido completada únicamente por la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que fue hecho pecado y maldición por nosotros, muriendo en nuestro lugar y por nuestro beneficio. De esta forma, ningún tipo de: arrepentimiento; sentimientos; buenos propósitos; esfuerzos sinceros; obediencia (o sometimiento) a normas o estatutos de cualquier iglesia, incluidas todas las iglesias que han existido desde los tiempos apostólicos, pueden añadir lo más mínimo al valor que la sangre de Cristo o el mérito de Su obra completa en nuestro favor, ya que, Él es plenamente Dios y plenamente hombre pero sin pecado (Lev 17:11; Isa 64:6; Mat 26:28; Jn 3:7-18; Rom 5:6-9; 2 Cor 5:21; Gal 3:13; 6:15; Ef 1:7; Fil 3:4-9; Tit 3:5; San 1:18; 1 Ped 1:18-19, 23).

Creemos que el nuevo nacimiento del creyente solo es posible a través de la fe en Cristo y que el arrepentimiento es una parte vital de esa fe. Aún así, el arrepentimiento no es de ninguna manera, en sí mismo, una condición independiente o separada de la salvación; al igual que no lo son ningún acto de confesión, bautismo, oración o fiel servicio que sea agregado a la salvación (Jn 1:12; 3:16, 18, 36; 5:24; 6:29; Hch 13:39; 16:31; Rom 1:16-17; 3:22, 26; 4:5; 10:4; Gal 3:22).

Creemos que cuando una persona no regenerada recibe la fe en Cristo, tal y como es ilustrada y descrita en el Nuevo Testamento, él/ella pasa inmediatamente de la muerte espiritual a la vida espiritual y de la creación vieja a la nueva. Así mismo él/ella está completamente justificado/a y aceptado/a ante el Padre de la misma manera que Cristo, Su Hijo, es aceptado. También es amado/a como Cristo es amado por el Padre además de disfrutar de una posición y porción por estar unidos y ser uno con Él para siempre.

Aunque el salvo crezca en el entendimiento de sus bendiciones y conozca plenamente el poder divino entregando su vida completamente a Dios, desde el mismo momento de la salvación él/ella están en posesión de todas las bendiciones espirituales y es plenamente completo en Cristo. Y, por tanto, no está obligado por Dios de buscar las llamadas “segunda bendición” o “segunda obra de la gracia” (Jn 5:24; 17:23; Hch 13:39; Rom 5:1; 1 Cor 3:21-23; Efe 1:3; Col 2:10; 1 Jn 4:17; 5:11-12).

Creemos que la santificación, la cual definimos como estar apartado para Dios, está constituida de tres partes. La primera parte establece que la santificación está completa para toda persona salva porque él/ella ostenta la misma posición que Cristo tiene en relación con Dios. En segundo lugar, como el creyente está en Cristo entendemos que está apartado/a para Dios en la misma medida que Cristo también lo está.

Creemos, sin embargo que el creyente retiene su naturaleza pecaminosa que no puede ser erradicada en esta vida. Como consecuencia, mientras el cristiano es perfeccionado en Cristo, su estado actual no es más perfecto que su experiencia en la vida cotidiana. Por lo tanto, existe la santificación progresiva por medio de la cual el cristiano debe de “crecer en la gracia” y de “ser transformado” sin obstáculos por el poder del Espíritu Santo.

En tercer lugar, creemos que la santificación de los hijos e hijas de Dios no será completa, a pesar de su posición actual en Cristo, hasta que vea a su Señor y sea como Él: “hasta el día de la redención final o el día de Jesucristo” (Jn 17:17; 2 Cor. 3:18; 7:1; Ef. 4:24; 5:25–27; 1 Tes. 5:23; Heb. 10:10, 14;12:10).

Creemos que nosotros y todos los creyentes verdaderos, en todo lugar, una vez que son salvos no pueden perder la salvación. Esta verdad está erigida en los siguientes fundamentos: el propósito eterno de Dios hacía los recipientes de Su Amor; en Su libertad de derramar Su gracia sobre aquellos que no lo merecen en virtud de la sangre propiciatoria de Cristo; en la naturaleza divina del regalo de la vida eterna; el ministerio incesable de Cristo en el Cielo como intercesor y abogado en favor de los creyentes; la inmutabilidad inalterable de los pactos de Dios; y, la regeneración y presencia permanente del Espíritu Santo en los corazones de los salvos.

Sin embargo, entendemos que Dios es un Padre santo y justo, por tanto no puede ignorar en pecados de sus hijos/hijas. Como consecuencia, cuando sus hijos/hijas pequen constantemente, Él les doblegará (o humillará) y corregirá en Su infinito amor, ya que, se ha comprometido a salvarlos y guárdalos para siempre al margen de todo mérito humano.

Dios, El que nunca fracasa, presentará al final a cada uno de Sus hijos e hijas impecables delante de la presencia de Su Gloria y conformados en la imagen de Su Hijo (Jn 5:24; 10:28; 13:1; 14:16–17; 17:11; Rom 8:29; 1 Cor 6:19; Heb. 7:25; 1 Jn 2:1-2; 5:13; Jud 24).

Creemos que es privilegio, no sólo de algunos, sino de todos los que nacen de nuevo por el Espíritu mediante la fe en Cristo, como se revela en las Escrituras, tener la seguridad de su salvación desde el mismo día en que lo toman como su Salvador y que esta seguridad no se basa en ningún descubrimiento imaginario de su propia valía o aptitud, sino totalmente en el testimonio de Dios en Su Palabra escrita, que suscita en Sus hijos amor filial, gratitud y obediencia (Lucas 10:20; 22:32; 2 Corintios 5:1, 6–8; 2 Timoteo 1:12; Hebreos 10:22; 1 Juan 5:13).

Creemos que el Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad, aunque omnipresente desde toda la eternidad, hizo Su morada en el mundo en un sentido especial en el día de Pentecostés según la promesa divina; y, también, mora en cada creyente. Además por su bautismo une a todos en Cristo en un solo cuerpo; Él, como Único Morador, es la fuente de todo poder, de toda adoración y de todo servicio aceptable.

Creemos que ÉL nunca abandona a la iglesia ni al más débil de los santos sino que siempre está presente en la Iglesia para testificar de Cristo buscando llenar a los creyentes de Él en vez de que se ocupen de ellos mismos o sus propias experiencias.

Creemos que Su morada en este mundo, en este sentido especial, cesará cuando Cristo venga a recibir a los Suyos cuando la iglesia sea arrebatada (Jn 14:16–17; 16:7–15; 1 Cor 6:19; Ef 2:22; 2 Tes 2:7).

Creemos que, en esta era, ciertos ministerios bien definidos son atribuidos al Espíritu Santo; y, que es deber de todo cristiano el entender y ajustarse a ellos en su propia vida y experiencia Estos ministerios son los siguientes: la restricción del mal en el mundo de acuerdo a la mesura de la voluntad divina; la convicción del mundo respecto al pecado, justicia, y juicio; la regeneración de todos los creyentes; la morada y la unción de todos los que son salvos, sellándolos de esta manera hasta el día de la redención; el bautismo en el único cuerpo de Cristo para todos los que son salvos; la continua llenura del creyente con el poder, la enseñanza, y el servicio de aquellos entre los creyentes que se han rendido a Él y que están sujetos a Su voluntad (Jn 3:6; 16:7–11; Rom 8:9; 1 Cor 12:13; Ef 4:30; 5:18; 2 Tes 2:7; 1 Jn 2:20-27).

Creemos que todos los que están unidos al Hijo de Dios, resucitado y ascendido, son miembros de la iglesia la cual es el cuerpo y la novia de Cristo que comenzó en Pentecostés y es completamente distinta de Israel. Los miembros de la iglesia están constituidos como tales independientemente de su membrecía o no a las iglesias establecidas en la Tierra.

Creemos que todos los creyentes en esta era son bautizados por el mismo Espíritu llegando a ser, por tanto, el Cuerpo de Cristo ya sean Judíos o Gentiles; y, habiéndose convertido en miembros unos de otros, están bajo la solemne obligación de guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, superando todas las diferencias sectarias, y amándose los unos a otros fervientemente con un corazón puro (Mt 16:16–18; Hch 2:42–47; Rom 12:5; 1 Cor 12:12–27; Ef 1:20–23; 4:3–10; Col 3:14–15).

Creemos que el bautismo con agua y la cena del Señor son los únicos sacramentos y ordenanzas de la Iglesia que han sido instituidas en las Escrituras como testimonio de la mismas en esta era (Mt 28:19; Lc 22:19–20; Hch 10:47–48; 16:32–33; 18:7–8; 1 Cor 11:26).

Creemos que hemos sido llamados con un llamamiento santo para caminar, no conforme a la carne, sino conforme al Espíritu; y, así vivir en el poder del Espíritu que mora en nosotros, no cumpliendo los deseos de la carne. Pero la carne que está caída, la naturaleza Adámica que nunca será erradicada estando con nosotros hasta el final de nuestra peregrinación terrenal, necesita mantenerse constantemente, por el Espíritu, en sujeción a Cristo. En el caso de que no esté sujeta a Cristo, la carne se manifestará con toda certeza en nuestras vidas para deshonra de nuestro Señor (Rom 6:11–13; 8:2, 4, 12–13; Gál 5:16–23; Ef 4:22–24; Col 2:1–10; 1 Pe 1:14–16; 1 Jn 1:4–7; 3:5–9).

Creemos que los dones divinos para el servicio son otorgados por el Espíritu a todos los que son salvos. Si bien existe una diversidad de dones, cada creyente es capacitado por el mismo Espíritu, teniendo cada uno su propio llamamiento divino de acuerdo a la voluntad del Espíritu. En la iglesia apostólica había ciertos hombres con dones específicos—apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros—que fueron designados por Dios para perfeccionar a los santos para la obra del ministerio. Creemos también que hoy en día algunos hombres son especialmente llamados por Dios para ser evangelistas, pastores y maestros; y, que es para el cumplimiento de Su voluntad y para Su gloria eterna, que éstos deberán ser sostenidos y alentados en su servicio a Dios (Rom 12:6; 1 Cor 12:4–11; Ef 4:11).

Creemos que, totalmente aparte de los beneficios de la salvación otorgados por igual a todos los que creen, hay recompensas prometidas de acuerdo a la fidelidad de cada creyente en su servicio a Su Señor; y, que estas recompensas serán otorgadas en el tribunal de Cristo después de que Él venga a recibir a los Suyos hacia sí mismo (1 Cor 3:9–15; 9:18–27; 2 Cor 5:10).

Creemos que es el mensaje explícito de nuestro Señor Jesucristo para aquellos a quienes Él ha salvado es que éstos sean enviados por Él al mundo, así como Él fue enviado por Su Padre al mundo.

Creemos que, después de que son salvos, son divinamente considerados para relacionarse con este mundo como extranjeros y peregrinos, como embajadores y testigos; y, que su objetivo principal en la vida, debe ser que Cristo sea conocido en todo el mundo (Mt 28:18–19; Mc 16:15; Jn 17:18; Hch 1:8; 2 Cor 5:18–20; 1 Pe 1:17; 2:11).

Creemos que, de acuerdo a la Palabra de Dios, el siguiente gran evento del cumplimiento profético será la venida del Señor en el aire para recibir hacía sí mismo, en el cielo, a los suyos que estén vivos y permanezcan hasta Su venida. Así mismo, creemos que Él recibirá también a todos aquellos que han dormido en Jesús, siendo este evento la bendita esperanza puesta delante de nosotros en la Escritura; y, es esta esperanza en lo que deberíamos fijarnos constantemente (Jn 14:1–3; 1 Cor 15:51–52; Fil 3:20; 1 Tes 4:13–18; Tito 2:11–14).

Creemos que el arrebatamiento de la iglesia será seguido por el cumplimiento de la septuagésima semana de Israel (Dan 9:27; Ap 6:1–19:21) durante la cual la iglesia, el cuerpo de Cristo, estará en el cielo. Todo el período de la semana setenta de Israel será un tiempo de juicio sobre toda la tierra, al final del cual los tiempos de los Gentiles serán llevados a su término. La segunda mitad de este período será el tiempo de angustia para Jacob (Jer 30:7), el cual nuestro Señor llamó la Gran Tribulación (Mt 24:15–21). Creemos que la justicia universal no será alcanzada antes de la segunda venida de Cristo, sino que el mundo está cada día más listo para el juicio y que ese tiempo terminará con una apostasía terrible.

Creemos que el período de la Gran Tribulación en la tierra será culminado con el regreso del Señor Jesucristo a la misma así como Él ascendió, corporalmente hacia las nubes del cielo, con poder y gran gloria con el fin de: iniciar la edad del milenio; atar a Satanás y echarlo al abismo; quitar la maldición que sufre toda la Creación; restaurar a Israel en su propia tierra y concederles la realidad de las promesas del pacto de Dios; y, traer al mundo entero al conocimiento de Dios (Dt 30:1–10; Is 11:9; Ez 37:21–28; Mt 24:15–25:46; Hch 15:16–17; Rom 8:19–23; 11:25–27; 1 Tim 4:1–3; 2 Tim 3:1–5; Ap 20:1–3).

Creemos que, en la muerte, los espíritus y las almas de aquellos que confiaron en el Señor Jesucristo para salvación pasan inmediatamente a Su presencia permaneciendo en un estado de dicha consciente hasta la resurrección de sus cuerpos glorificados cuando Cristo venga a por los suyos; tras la cual, el alma y el cuerpo reunidos estarán unidos con Él para siempre en gloria. Pero, los espíritus y las almas de los incrédulos permanecerán, después de la muerte, conscientes en un estado de condenación y miseria hasta el juicio final ante el Gran Trono Blanco al final del milenio, cuando el alma y el cuerpo reunidos serán lanzados al lago de fuego, no para ser aniquilados, sino para ser castigados con eterna destrucción de la presencia del Señor y de la gloria de Su poder (Lc 16:19–26; 23:42; 2 Cor 5:8; Fil 1:23; 2 Tes 1:7–9; Jud 6–7; Ap 20:11–15).